A Andreas Lubitz se le cruzaron los cables y mató a 150 personas más o menos felices. Esta es la explicación a la tragedia aérea que saltó a los telediarios el pasado miércoles. Un día un depresivo vuelve a ser depresivo activo y ocurre la catástrofe. La pena mata.
Seguro que Andreas no ha sido el primer piloto de avión que lleva a los pasajeros al cementerio. Otros, con más suerte que el alemán, han pasado al anonimato porque los investigadores convencieron a la opinión pública con alguna causa técnica. Andreas pasará a la Historia de la Aviación Comercial como un suicidador de la clientela de una línea aérea alemana. Ha conseguido que los futuros pasajeros miren asustados a los pilotos. Temerán que les toque otro chalado a los mandos del avión.
Ahora nada se puede hacer. Sólo queda lamentar que los seleccionadores de personal hayan elegido a un depresivo como copiloto. Seguro que el tal Andreas tenía un buen enchufe. En Alemania, igual que en España, muchos consiguen un buen trabajo con un buen padrino. Las empresas valoran los enchufes. Los resultados de tanto enchufe pueden ser irreparables.
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